Por Lucía Zunino
Tahiana Marrone combatió en la Guerra de Malvinas cuando tenía 18 años y su DNI decía que era hombre. Después de muchos años, “salió a la luz, salió a la vida”.
Tahiana Marrone siempre dice que todas las personas nacen con un nombre predefinido en su mente, nada más que no tienen la posibilidad de decidirlo. “Tus padres te ponen el nombre en honor a tu abuela o bisabuela, yo siempre digo que cuando uno cumple la mayoría de edad, te tienen que preguntar: ‘¿Todavía querés seguir usando este nombre horrible?’ y darte la posibilidad de cambiar”.
Ése fue su caso. No sabe exactamente de donde viene el suyo. No hay explicación. El nombre Tahiana tiene origen en la cultura malgache, en Madagascar, y significa “mujer honorable” o “mujer digna”.
A los 18 años se enteró que tenía que viajar a Malvinas de casualidad. “Un día estaba al cuete con un compañero, estábamos charlando y nos ve un teniente. Nos pregunta qué estábamos haciendo y le comentamos que pertenecíamos a Comunicaciones. ‘Ah, aparte de estar al cuete, me vienen bien. Pónganse en fila’”, recuerda Tahiana sobre la orden del teniente anónimo. Recién supo que iba a ir a la Guerra cuando estaba arriba del avión rumbo a las Islas con el Batallón de Ingenieros 9. Permaneció 76 días sin pensar en nada, solo en sobrevivir.
Mientras habla, sus aros grandes y circulares se mueven al ritmo de su cabeza. El brillo del acero inoxidable es tenue, pero lo suficientemente vistoso como para que la luz cálida de su casa los ilumine. Vive en Chañar Ladeado, un pueblo que está a 356 kilómetros de la ciudad de Santa Fe y a 170 kilómetros de Rosario.
Ella, en realidad, es de Córdoba, pero hace unos años se mudó a Santa Fe, provincia en donde el Gobierno destina el 1 por ciento de las casas que se construyen a veteranos y veteranas de Guerra. Ella consiguió la suya por insistencia, como su DNI con el cambio de género autopercibido.
“Cuando hice el cambio de mi nombre fue un parto. Tuve que ir a 18 lugares distintos y recorrí diferentes localidades”. Otro fue el caso cuando se compró la computadora. Bastó con un llamado para que el banco corrobore su identidad y deje atrás la idea de una compra sospechosa porque los datos no coincidían.
El viaje y la búsqueda
“Toda mi vida dije que me sentía un bicho raro porque te hacen ver que sos un varón, pero resulta ser que tenés todos los síntomas femeninos y no sabés por qué”, cuenta Tahiana mientras se lleva un cigarrillo a la boca. El humo desvanece por un instante sus ojos marrones, custodiados por los anteojos de carey transparente que usa. Sin embargo, los aros calados con la figura de las Islas Malvinas que lleva a todos lados prevalecen. Resaltan, brillan.
Hasta los 20 años, ella vivenciaba una identidad intermedia, entre un hombre y una mujer. Un día se animó y fue a un médico que le recomendó hacerse un análisis para medir los niveles de testosterona. Los números le dieron bajos y le recetó testosterona inyectable que, con el tiempo, le empezó a generar problemas de cálculos renales. “A pesar de eso, yo no entendía por qué seguía con todo lo inherente a lo femenino”, recuerda.
A mediados de 2015, “cansada ya de esa vida”, habló con una endocrinóloga que le sugirió hacer un análisis de cariotipo para medir la cantidad de cromosomas. Ese estudio arrojó que tiene síndrome de Klinefelter. Es decir, que tiene más cromosomas femeninos que masculinos. “Eso hizo que me liberara de un montón de cargas y pesares, tiré todo al carajo. Me ayudó a entender el por qué, a pesar de inyectarme toda esa testosterona, seguía teniendo inclinación por lo femenino. Cuando me inyectaba, no me gustaban los varones, ahora tampoco. Con un poquito de sal sí”, cuenta.
El diagnóstico sobre el síndrome que vive en ella de nacimiento hizo que “Tahiana saliera a la luz, a la vida”. Fue mucho el tiempo en el que estuvo “programada para ocultar sus gustos”. Sin embargo, en Malvinas tuvo un impás porque “en una Guerra no tenés tiempo para pensar en nada, solo en disparar o morir. Abrir los ojos y saber que estás viva”. Nadie la molestó, ni en las Islas, ni en el continente.
Cuando hizo el cambio de identidad, recurrió a la insistencia que la caracteriza y llamó al Ejército: es la única veterana de Malvinas en cambiar de género masculino a femenino. Ahora, aparece en la nómina de Veteranas de la Guerra de Malvinas como el resto.
Tahiana mira fijo y responde con seguridad. Su voz grave es atrapante y su forma de decir también, quizá sea por eso que la llamen tanto para dar charlas de educación sexual y Malvinas. Los jóvenes la escuchan con atención, y los adultos también. Incluso las monjas de las escuelas católicas a las que asiste con su ciclo de ponencias que llamó “Malvinas y Diversidad”, con la cual recorre el país. Una vez fue invitada a Neuquén para exponer con un tiempo reducido de una hora, pero se quedó dos horas y media. Ese es el cariño que la hace estar en pie, el de la gente.
“Veterano no se es solo el 2 de abril”
Mientras se prende otro cigarrillo, hace hincapié en la salud mental y se queja de la ausencia del Estado. “Nos habían hecho firmar un papel que decía que no podíamos hablar de la Guerra” y fue “a partir de los diez años” que los veteranos pudieron comenzar a hablar, “a hacer más lío y reclamar un reconocimiento”. “Más que por una ayuda económica, fue más por una ayuda psicológica”, subraya mientras enumera la cantidad de compañeros que se quitaron la vida “porque todos tenían problemas psicológicos, pero también hubo una gran cantidad que volvió con problemas físicos”.
“Algunos tuvieron el apoyo familiar, la contención. Otros pertenecían a familias con buen poder adquisitivo y podían pagarse un psicólogo, pero también había muchos de bajos recursos que no podían recibir ese tipo de ayuda”, resalta. Si bien ahora “hay profesionales que saben atender el estrés post traumático de la Guerra, antes iban a un psicólogo o psiquiatra que te medicaba”, pero “a lo mejor ese veterano no volvía, pero no porque se había cansado, sino porque se había quitado la vida, con las pastillitas solo no servía”, relata mientras reconstruye la época en la que viajaba por la Ciudad de Buenos Aires y reconocía a los veteranos porque les faltaba un brazo o una pierna y “vendían baratijas en el subte, en los trenes o en los bondis para sobrevivir”.
“Un veterano es una bomba, no sabés cuéndo va a explotar. Vos podés estar bien y a los cinco minutos estar explotado”, asevera, al tiempo en el que agrega, casi sin respirar: “Malvinas es el 2 de abril, veterano no se es solo el 2 de abril”.
Cuando volvió de la Guerra en junio, se abrazó efusivamente con su papá, que sintió mucho su partida hacia las Islas. Ahora, las pausas son más largas y su voz es un poco menos firme que antes.
Su papá también se enteró de casualidad que Tahiana viajaría a la Guerra: el Ejército le envió un telegrama dando aviso del “orgullo” que suponía que su hijo estuviera presente en Malvinas. Sin embargo, lo único que le provocó al padre fue tristeza. Tanta, que se había dejado estar.
“¿Viste los tipos que van a besar el muro de los lamentos, que tiene la barba larguísima? Estaba así mi papá”, recuerda. Ella supo del estado de su padre durante la Guerra hace poco, conversando con un amigo de la infancia que le contó sin querer. Nunca charló con el papá sobre lo que vivió en Malvinas, le hubiese gustado, aunque nunca nadie se lo preguntó.
Tahiana hace una pausa larga y se levanta para buscar un vaso con agua. Cuando vuelve, comenta sobre la cantidad de ropa que tiene para lavar después del viaje por la Patagonia con “Malvinas y Diversidad”. Se extiende comentando sobre lo maravilloso que es Argentina: sus paisajes, sus climas y su extensión, al tiempo en el que hace la cuenta de la cantidad de kilómetros que ya recorrió en el país. Se toma su tiempo y finalmente retoma la conversación: “Quizá me hubiese hecho bien hablar con mi papá”.
Reconoce que podría haber sido uno de “los loquitos de la Guerra”, pero no fue así. “Primero, porque soy pisciana”, enumera. Y sigue: “Segundo, porque mi mente encapsuló lo malo, lo feo y rescaté dos o tres cosas a las cuales me aferré: la amistad, el compañerismo, la hermandad y, sobre todo, las intensas ganas de vivir”. Luego, llegaron las entrevistas y ponencias. “Soy muy charlatana, entonces siempre en todos los actos hablo. Me hace bien hablar, contar y estar en contacto con la gente, recibo mucho cariño”, resalta.
Una vez “estaba en Bariloche y me hice una excursión a la Isla Victoria y yo siempre tenía el auto en frente al hotel porque no había estacionamiento. Cuando vuelvo, vi que tenía un papel en el parabrisas y pensé que era una multa. Miro y decía bien grande ‘gracias, por los pibes de Malvinas que jamás olvidaré’. Te juro que eso me partió en mil pedazos”.
Después de sobrevivir a “lo peor” de la post guerra y transitar “años de abandono, de desidia, que te miren con miedo por hablar con un loquito”, Tahiana siente el reconocimiento de la gente y del Estado, mientras sigue moviendo los aros calados de Malvinas en cada provincia que visita.
Sus aros son únicos, porque se los encargó a un artesano que a veces se cruza en alguna u otra marcha. Tardó un año en hacérselos. Se los encargó un 2 de abril y se los entregó el 2 de abril del año siguiente. Desde entonces, no se los saca casi nunca porque son suyos y forman parte de su historia y de su identidad.
*Esta nota fue realizada en el marco de la cátedra Taller de Periodismo Gráfico
LZ-SAM
18-12-23